Podemos decir que hay dos formas de ser cristianos y que coinciden, por un lado, con la falta de creencia en la Iglesia institución-sólo hombre (Jesús) y, por otro, con la consideración de la Iglesia institución (heredera)-Cristo, Jesucristo, hijo de Dios y Dios mismo hecho hombre.
Así, hay una forma de ser cristianos pegada al mundo, que ignora que los discípulos no somos de éste aunque aquí estemos, y esa forma de ser cristiana entiende la fe como un puro uso y disfrute, acogiendo los misterios divinos como trasuntos seculares, como dejándose atrapar por lo que no se conoce de Dios para rechazar, en el fondo, esa misma divinidad porque eso se hace cuando no se corresponde con al Amor de Dios con un mismo amor de hijos.
Por eso, esa forma de ser cristianos no acaba de asumir la voluntad de Dios porque, al fin y al cabo, sería reconocer que su mundanidad no hace surco donde sembrar la semilla de la Palabra porque se han apoderado de sus sílabas apoyándose sobre el necesitado sobre el que escancian un rumor de dios (de su dios-hombre) con el que llenan sus oídos con el fuego de artificio de su retórica.
Además, esta forma de ser cristianos, cuando atiende al respeto humano para conducir sus relaciones sociales, deja de percibir el mundo como verdaderamente tendría que percibirlo. El mundo, nuestro vivir en él, ha de conducirse atendiendo a lo que verdaderamente importa, independientemente de lo que quienes perciben nuestro actuar entiendan con arreglo a su concepto de la sociedad; concepto que, por otra parte, casi siempre es impuesto. El que sea sí lo que es sí y no lo que es no, expresión de Jesucristo en comprensión exacta de la voluntad de Dios, es la mejor manera de conducirse, no cambiando como llevados por una veleta, por la subjetividad más dañina que considera a la comunidad de personas como un campo donde sembrar nuestra propia y única cosecha y cosecha de la que obtenemos un fruto agrio, amargo, pues al excluir al otro, al prójimo, en un comportar egoísta, la dulzura de la entrega a ese otro la perdemos, la dejamos de tener.
Y es que esa forma de ser cristianos, tan sublime en sus pretensiones como alejada de la Verdad misma, cuando se somete, voluntariamente, a las facilidades y posibilidades de lo pragmático (refugiándose en sentirse pueblo de Dios o Iglesia pero en un sentido, digamos, exclusivista), lo primero que deja de tener es un ser que deja de ser para estar. Así, el tener pasa a ser más importante que el mismo hecho de ser, atribuyendo, la posibilidad, por ejemplo, de manipular a la persona, desde su concepción, atendiendo al sentido utilitario que, al fin y al cabo, tiene esta concepción perversa del mundo y de nuestra vida. Recordemos, si es necesario y para que quede bien claro, que el fin no justifica los medios, nunca, a pesar del utilitarismo rampante que, hoy día, se adueña de muchos comportamientos y conciencias, las cuales empeoran su comportar si apoyan su hacer en una equivocada concepción cristiana de la vida. Es esta forma de ser cristianos, donde sólo recubre, el espíritu, una tenue capa de la luz de Cristo y, entonces, del Padre.
Sin embargo, hay otra forma de ser cristianos que es la que estima que podemos acudir a multitud de fuentes legítimas que nos proporcionarán una unión con nuestro Padre Eterno. Tenemos, en la Tradición y en el Magisterio de la Santa Madre Iglesia, perfectamente establecido en la Constitución Dogmática Dei Verbum (sobre la divina revelación), cuando dice, en su número 10 que “el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia” una posibilidad real de que nuestra relación con Dios sea real porque ”La Sagrada Tradición…y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia” (DV, 10). Eso que, a veces, se llama jerarquía para defraudar, con eso, las legítimas expectativas de los creyentes.
Así, esa segunda forma de ser cristianos aprecia que no nos encontramos perdidos si vemos ese “hilo invisible” que, como cordón umbilical de fidelidad, nos ha de mantener, fijado el corazón en eso, en contacto directo, íntimo, profundo, con Dios. Esa verticalidad es un sustento totalmente imprescindible para que nuestro edificio de vida, para que nuestro gozar del mundo sin abandonar a Quien lo ideó, pensó, elaboró y perfeccionó, no nos impida nuestra relación horizontal con nuestros semejantes sin la cual aquella no tendría sentido porque determinaría nuestro abandono de lo que de comunitario que tiene la Palabra de Dios, que de su letra se infiere y traduce, para nuestras vidas, con un hacer inmediato y claro. Esa verticalidad, sin la cual abandonamos, voluntariamente (y para esto Dios también nos creó y proporcionó esa posibilidad) esa filiación divina que nos constituye en cuerpo y alma, no puede fomentarse en nuestras relaciones políticamente entendidas con corrección, como afectadas por aquel respeto humano, ya mencionado, tan alejado de esa unidad de vida (Dios-Fe-hombre-realidad) sin la cual todo nuestro discurso de prédica se queda vacío, permanece falso, se hace hueco.
Por todo esto, si somos personas que gozan con su Fe; personas que se sienten agraciadas con el amor de Dios; personas que nos valemos de los medios que Él nos da para no abandonarlo; personas que pertenecemos a la segunda forma de ser cristiana; personas que, en fin, no negamos ser su imagen, su semejanza, no podemos, por tanto, hacer como si nuestra naturaleza no fuera geocéntrica o como si una vez nacidos nos hubiéramos desvinculado, para siempre, del seno que nos contuvo y teniendo en cuenta que, además, y como muy bien pusiera Jeremías (en 1,5) en boca de Dios “antes de formarte en el vientre materno, yo te conocía” . Y esta unión no podemos olvidarla, pero en el verdadero sentido y no como, a veces, nos conviene tenerla.
Así, hay una forma de ser cristianos pegada al mundo, que ignora que los discípulos no somos de éste aunque aquí estemos, y esa forma de ser cristiana entiende la fe como un puro uso y disfrute, acogiendo los misterios divinos como trasuntos seculares, como dejándose atrapar por lo que no se conoce de Dios para rechazar, en el fondo, esa misma divinidad porque eso se hace cuando no se corresponde con al Amor de Dios con un mismo amor de hijos.
Por eso, esa forma de ser cristianos no acaba de asumir la voluntad de Dios porque, al fin y al cabo, sería reconocer que su mundanidad no hace surco donde sembrar la semilla de la Palabra porque se han apoderado de sus sílabas apoyándose sobre el necesitado sobre el que escancian un rumor de dios (de su dios-hombre) con el que llenan sus oídos con el fuego de artificio de su retórica.
Además, esta forma de ser cristianos, cuando atiende al respeto humano para conducir sus relaciones sociales, deja de percibir el mundo como verdaderamente tendría que percibirlo. El mundo, nuestro vivir en él, ha de conducirse atendiendo a lo que verdaderamente importa, independientemente de lo que quienes perciben nuestro actuar entiendan con arreglo a su concepto de la sociedad; concepto que, por otra parte, casi siempre es impuesto. El que sea sí lo que es sí y no lo que es no, expresión de Jesucristo en comprensión exacta de la voluntad de Dios, es la mejor manera de conducirse, no cambiando como llevados por una veleta, por la subjetividad más dañina que considera a la comunidad de personas como un campo donde sembrar nuestra propia y única cosecha y cosecha de la que obtenemos un fruto agrio, amargo, pues al excluir al otro, al prójimo, en un comportar egoísta, la dulzura de la entrega a ese otro la perdemos, la dejamos de tener.
Y es que esa forma de ser cristianos, tan sublime en sus pretensiones como alejada de la Verdad misma, cuando se somete, voluntariamente, a las facilidades y posibilidades de lo pragmático (refugiándose en sentirse pueblo de Dios o Iglesia pero en un sentido, digamos, exclusivista), lo primero que deja de tener es un ser que deja de ser para estar. Así, el tener pasa a ser más importante que el mismo hecho de ser, atribuyendo, la posibilidad, por ejemplo, de manipular a la persona, desde su concepción, atendiendo al sentido utilitario que, al fin y al cabo, tiene esta concepción perversa del mundo y de nuestra vida. Recordemos, si es necesario y para que quede bien claro, que el fin no justifica los medios, nunca, a pesar del utilitarismo rampante que, hoy día, se adueña de muchos comportamientos y conciencias, las cuales empeoran su comportar si apoyan su hacer en una equivocada concepción cristiana de la vida. Es esta forma de ser cristianos, donde sólo recubre, el espíritu, una tenue capa de la luz de Cristo y, entonces, del Padre.
Sin embargo, hay otra forma de ser cristianos que es la que estima que podemos acudir a multitud de fuentes legítimas que nos proporcionarán una unión con nuestro Padre Eterno. Tenemos, en la Tradición y en el Magisterio de la Santa Madre Iglesia, perfectamente establecido en la Constitución Dogmática Dei Verbum (sobre la divina revelación), cuando dice, en su número 10 que “el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia” una posibilidad real de que nuestra relación con Dios sea real porque ”La Sagrada Tradición…y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia” (DV, 10). Eso que, a veces, se llama jerarquía para defraudar, con eso, las legítimas expectativas de los creyentes.
Así, esa segunda forma de ser cristianos aprecia que no nos encontramos perdidos si vemos ese “hilo invisible” que, como cordón umbilical de fidelidad, nos ha de mantener, fijado el corazón en eso, en contacto directo, íntimo, profundo, con Dios. Esa verticalidad es un sustento totalmente imprescindible para que nuestro edificio de vida, para que nuestro gozar del mundo sin abandonar a Quien lo ideó, pensó, elaboró y perfeccionó, no nos impida nuestra relación horizontal con nuestros semejantes sin la cual aquella no tendría sentido porque determinaría nuestro abandono de lo que de comunitario que tiene la Palabra de Dios, que de su letra se infiere y traduce, para nuestras vidas, con un hacer inmediato y claro. Esa verticalidad, sin la cual abandonamos, voluntariamente (y para esto Dios también nos creó y proporcionó esa posibilidad) esa filiación divina que nos constituye en cuerpo y alma, no puede fomentarse en nuestras relaciones políticamente entendidas con corrección, como afectadas por aquel respeto humano, ya mencionado, tan alejado de esa unidad de vida (Dios-Fe-hombre-realidad) sin la cual todo nuestro discurso de prédica se queda vacío, permanece falso, se hace hueco.
Por todo esto, si somos personas que gozan con su Fe; personas que se sienten agraciadas con el amor de Dios; personas que nos valemos de los medios que Él nos da para no abandonarlo; personas que pertenecemos a la segunda forma de ser cristiana; personas que, en fin, no negamos ser su imagen, su semejanza, no podemos, por tanto, hacer como si nuestra naturaleza no fuera geocéntrica o como si una vez nacidos nos hubiéramos desvinculado, para siempre, del seno que nos contuvo y teniendo en cuenta que, además, y como muy bien pusiera Jeremías (en 1,5) en boca de Dios “antes de formarte en el vientre materno, yo te conocía” . Y esta unión no podemos olvidarla, pero en el verdadero sentido y no como, a veces, nos conviene tenerla.
Eleuterio Fernández Guzmán
Publicado en Acción Digital
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