11 de marzo de 2012

En Cuaresma







Hace pocas semanas comenzó el tiempo de Cuaresma. Como tal espacio de días y semanas supone, su final, el acercamiento al momento, quizá, más importante para la vida de un cristiano porque la culminación de la Semana de Pasión de Jesucristo con su Resurrección es, más que nada y por decirlo pronto, el mismo origen de nuestra fe, nada mejor que tratar de reconocer, una vez más, el paso de Dios por nuestra vida ahora mismo.
Por eso, en este tiempo en el que ya nos encontramos, nos sale al encuentro Dios Padre de un modo muy especial y sus huellas, que siempre son y están con nosotros, se nos hacen, digamos, más accesibles al corazón.

Dios en el mundo

Ahora, cuando conmemoramos o, mejor, cuando con anticipación de penitencia recordamos lo que serán los últimos momentos de la vida de nuestro hermano Jesús, podemos sentir que Dios nos acompaña de una forma especial: está abarcando el mundo que creó con sus manos amorosas y, por eso mismo, no lo abandona. Con su eterna fidelidad ha creído importante y necesario perdonarnos los pecados.

Dios en el sufrimiento

Pero el Padre, que creó a su semejanza para entregarle el mundo y que se enseñoreara de él, no puede, por menos, que intentar hacer menos duro nuestro sufrimiento.

Así, con el Amor de Quien ama y con el sentimiento de una Madre que nunca abandona a la desazón a su descendencia, no ceja en consolar nuestro corazón con los gemidos insondables de su Espíritu.

Dios en la esperanza

Porque Dios es, sobre todo, esperanza. Con tal sentimiento, que nos proporciona la seguridad de que todo lo malo ha de pasar y que, cuando sea conveniente para nosotros, paceremos en las praderas del definitivo Reino de Dios, resulta llevadera nuestra peregrinación por este valle de lágrimas.
Esperanza divina que tiene sílabas que determinan nuestro mismo ser: Yahvé, Dios.

Dios en la fe que nos transmite Cristo

Y ahora, en este tiempo que transcurre pausado entre la prisa del siglo, el creer sin haber visto que determinó Cristo al ofrecer a Tomás, el incrédulo, su costado y las demás heridas de Su Pasión, es la fe que nos permite sentirnos libres para optar por el Reino de Dios, por todo aquello que el Maestro nos dijo y quedó impreso en los corazones de sus contemporáneos.

Y tal es Dios en la fe que nos transmite Cristo.

Así podemos certificar nuestra filiación divina: demostrando que amamos las sílabas que constituyen la Palabra de Dios; llevando al hoy de nuestra vida el contenido divino de Su mensaje; siendo muestra de haber conocido, como diría San Josemaría, la vida de Jesucristo (cf. Camino, 2) y siendo, por último, testigos válidos del paso de Dios por el mundo encarnado en un hombre con corazón, sangre y lengua para perdonar.

Eleuterio Fernández Guzmán

Publicado en Acción Digital

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