28 de marzo de 2012

Cuando Cristo impera







“En efecto, yo por la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios: con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí. No tengo por inútil la gracia de Dios, pues si por la ley se obtuviera la justificación, entonces hubiese muerto  Cristo en vano.”

San Pablo reconoce muchas cosas en este texto que envía a los Gálatas (2, 19-21) y lo que reconoce no es cosa que le correspondiera a él solo entender sino que, a modo de extensión a todos los hermanos en la fe, nos corresponde a cada uno de nosotros tener en cuenta.

Y, como para que no quede nada en duda y todo nos sea limpio y fácilmente entendible, en otra Epístola, ahora a los de Éfeso (4, 17-24) concreta lo que significa que Cristo impera en nosotros o que, en todo caso, debería imperar:

“Os digo, pues, esto y os conjuro en el Señor, que no viváis ya como viven los gentiles, según la vaciedad de su mente,   sumergido su pensamiento en las tinieblas y excluidos de la vida de Dios por la ignorancia que hay en ellos, por la dureza de su cabeza  los cuales, habiendo perdido el sentido moral, se entregaron al libertinaje, hasta practicar con desenfreno toda suerte de impurezas. Pero no es éste el Cristo que vosotros habéis aprendido, si es que habéis oído hablar de él y en él habéis sido enseñados conforme a la verdad de Jesús      a despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las  concupiscencias, a renovar el espíritu de vuestra mente, y a revestiros del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad.”

Pablo, aquel que perseguía a los discípulos de Cristo y que sostuvo las vestimentas de aquellos que lapidaban al protomártir Esteban, comprendió a la perfección lo que suponía tener a Cristo como a Alguien fundamental en su vida y cómo debía conducir la misma por el camino recto hacia el definitivo Reino de Dios.

No vivir como el mundo vive y no ser mundanos.

Desprenderse del hombre viejo y tener un corazón nuevo, un vino nuevo en odre nuevo.

Tener a la Verdad como guía de nuestra vida.

Tales, digamos, condiciones, establece San Pablo a cerca del imperio de Cristo en nuestro ser y estar. No es poco lo que nos pide porque para vivir en el mundo sin ser mundano se requiere un comportamiento espiritual y no carnal de poca importancia y porque dejar de ser como se era para tener un corazón blando y de carne y no de piedra tampoco es realidad fácil. Sin embargo, Dios no nos pide cosas que no podamos alcanzar o que no podamos llegar a sentir como buenas y benéficas para nuestra existencia.

Por eso, cuando Cristo impera en nuestra vida muchas malas cosas desaparecen como, por ejemplo,

El odio
La rabia
La desesperanza
La falta de humildad
La falta de mansedumbre
La falta de conciencia ante el pecado
El olvido del prójimo
El no amor
La desazón
La tristeza
La falta de luz

Nos conviene, también egoístamente, que Cristo impere en nuestra vida para que la misma pueda ser digna de ser llamada propia de un hijo de Dios y de alguien que, como diría San Josemaría, ha leído la vida de Jesucristo (cf. Camino, 2) y que la misma no se ha quedado en mera lectura pues ya dijo Cristo aquello de que era importante guardar su Palabra (cf. Jn 8, 51) pero no para esconderla sino para protegerla en nuestro corazón y que, desde él saliese por la boca, por las manos y por nuestro hacer y decir.

Que Cristo impere en nuestra vida y que tal vida sea, para siempre, de Dios.


Eleuterio Fernández Guzmán


Publicado en Soto de la Marina

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