“No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien”.
San Pablo, en su Epístola a los Romanos (12,21) nos ofrece una posibilidad que, ciertamente, no siempre seguimos y que consiste en enfrentar aquello que es malo no con una respuesta, a su vez, basada en el Mal sino, al contrario, sustentada en el Bien. Toda respuesta de un hijo de Dios ha de ir apoyada y arraiga en lo que no es malo sino bueno.
No podemos olvidar (de hacerlo así, nada de lo que se pueda decir al respecto, serviría para nada) que el Mal existe. No es, esto, poco importante porque hay determinados pensamientos que no creen en la existencia del Bien y del Mal y abundando en el tema tampoco creen, por ejemplo, en la del Cielo e Infierno. Pero los católicos sabemos que existe tanto una cosa como la otra y, así, actuamos para evitar el Mal y abundar en el Bien. Y existe, a pesar de que muchos crean que Dios no debe permitir que así sea (ignoran la libertad humana que es donación del Creador) porque, para compensar, como bien dice San Pedro en su Segunda Epístola (3, 8-9) “No tarda el Señor en cumplir sus promesas, como algunos piensan; más bien usa de paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan”
Existe, pues, el Mal y no debemos olvidar que, por su existencia, es vano intento hacer como si no existiese y mirar para otro lado. Por ejemplo, existe en el mal comportamiento del ser humano con su prójimo y en la utilización del mismo por intereses egoístas y mercantilistas. El Mal existe en la pobreza que se provoca con la nefasta utilización de los bienes propios y por los comportamientos cainitas.
Cada cual, seguramente, podría poner nombre a muchos males que conoce y que serían ejemplo de que, ciertamente, no se puede negar la existencia del Mal.
A este respecto, en la Audiencia de 11 de junio de 1986, el beato Juan Pablo II dijo que “Todo, incluso el mal y el sufrimiento presentes en el mundo creado, y especialmente en la historia del hombre, se someten a esa sabiduría inescrutable, sobre la cual exclama San Pablo, como transfigurado: ‘¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán inescrutables son sus juicios e insondables sus caminos…! (Rom 11, 33). En todo el contexto salvífico, ella es de hecho la ‘sabiduría contra la cual no puede triunfar la maldad’ (cfr. Sab, 7, 30). Es una sabiduría llena de amor, pues ‘tanto amó Dios al mundo que le dio su unigénito Hijo2 (Jn 3, 16)”.
Por tanto, la sabiduría de Dios vence al Mal y, sobre todo, el Amor que es expresión del Bien supremo colabora en que nosotros, como hijos de Dios, seamos capaces de enfrentarnos a todo aquello que suponga, para nuestra vida y para la vida del prójimo, lo malo y nefasto.
Por otra parte, en su libro “Memoria e identidad” el citado arriba beato Juan Pablo II describe, a la perfección, una clara solución para el Mal. No es, como pudiera pensarse, un olvido del mismo sino el poner la confianza en Aquel que nos crea y nos conforta. Dice que “Quien puede poner un límite definitivo al mal es Dios mismo. Él es la Justicia misma. Es Él quien premia el bien y castiga el mal en perfecta correlación con la situación objetiva. Me refiero a todo mal moral, a todo pecado. Ya en el paraíso terrenal aparece en el horizonte de la historia humana el Dios que juzga y castiga. El libro del Génesis describe detalladamente el castigo que recibieron los primeros padres después de haber pecado. Y la pena impuesta se extendió a toda la historia del hombre. En efecto, el pecado original es hereditario. Como tal, indica una cierta pecaminosidad innata del hombre, su arraigada inclinación hacia el mal en vez de hacia el bien. Hay en el hombre una cierta debilidad congénita de naturaleza moral, que se une a la fragilidad de su existencia y a su flaqueza psicofísica. Con ella se relacionan las diversas desdichas que la Biblia, ya desde las primeras páginas, indica como consecuencia del pecado”.
Y además, “Dios mismo ha venido para salvarnos, para salvar al hombre del mal, y esta venida de Dios, este Adviento que celebramos con tanto regocijo en las semanas previas a la Navidad, tiene un carácter redentor. No se puede pensar en el límite puesto por Dios mismo al mal en sus diferentes formas sin referirse al misterio de la Redención.”
De todas formas, sabemos que “Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de tos que le aman” (Rom 8, 28), y eso debería ser más que suficiente para cada uno de nosotros.
Eleuterio Fernández Guzmán
Publicado en Análisis Digital
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