Como cada año, nació Cristo otra Navidad. Cuando nace el hijo de Dios se espera de Él que traiga al mundo el cumplimiento de las promesas que el Creador hizo, desde toda la eternidad, a su semejanza que es la descendencia que quiso tener y que, por eso mismo, creó cuando en el momento de la creación pensó poner al hombre a la cabeza de la misma.
Nace Cristo y, por eso mismo, la Paz se ha enseñoreado del mundo y toma posiciones frente al Mal que prefiere la oscuridad y la tiniebla y no la luz y el camino recto hacia el definitivo Reino de Dios.
Ha nacido Jesús, el niño-Dios que nos acompaña desde siempre para que, con su Espíritu, naveguemos por el mar de nuestra vida y sepamos enfrentar las mareas de fe que, de tanto en tanto, acometen nuestra barca.
Tener, pues a Dios en nuestra vida sirve de sustento a nuestro camino hacia su definitivo Reino y podemos decir que sin tal presencia será difícil perseverar en tal intento escatológico y, al fin y al cabo, devendremos hijos que se sienten huérfanos de padre.
Nosotros, los que somos, porque lo somos, hijos de Dios y así nos consideramos, aceptamos con alegría que, cuando recordamos que nace nuestro hermano y Dios hecho hombre, Jesucristo, algo se nos dirige al corazón. Y agradecemos que así sea y miramos a Dios porque sabemos que, a veces, no merecemos que sea tan fiel con nosotros. Pero, a pesar de todo le pedimos
Padre Nuestro,
que acompañas nuestra existencia
con un amor misericordioso y dulce,
Tú que eres como el cauce
por el que discurre el devenir
de nuestro ser;
Tú que imaginaste para nosotros
un mundo lleno de tu gloria
que fuera aceptada por tu semejanza;
Tú que quieres que nuestro corazón
sea de carne y no de piedra
y, por eso, nos miras con ojos
de Amor y de Esperanza.
Padre Nuestro, Dios Creador
que sostienes tu creación y a tus
creaturas, permítenos que te agradezcamos
tus gracias y la merced tan grande
de considerarnos hijos tuyos.
Amén.
Y es que Dios, Padre Nuestro, siempre está a nuestro lado y en nuestra vida sembró, con nuestra creación, una semilla tierna que crece con el Agua Viva de Su Palabra.
Gracias sean dadas, siempre, siempre, siempre, a Quien quiere, de nosotros, un fluir exacto de su Amor en nuestro corazón. Así tenemos a Dios a nuestro lado y así, sólo así, somos, en verdad, hijos suyos.
Por otra parte, en la Navidad de 2008, el Santo Padre dijo que “En la gruta de Belén, Dios se muestra a nosotros humilde ‘infante’ para vencer nuestra soberbia“. Además, “Quizás nos habríamos rendido más fácilmente frente al poder, frente a la sabiduría; pero Él no quiere nuestra rendición; apela más bien a nuestro corazón y a nuestra decisión libre de aceptar su amor”.
Nace Cristo, por lo tanto, para darnos un especial empujón espiritual para que no caigamos en la tentación de abandonar su seguimiento y de mostrarnos al mundo como lo que somos: hijos de Dios que no renunciarán nunca a tal filiación divina.
También dijo Benedicto XVI, en aquel mismo día citado arriba, que “Se ha hecho pequeño para liberarnos de esa pretensión humana de grandeza que surge de la soberbia; se ha encarnado libremente para hacernos a nosotros verdaderamente libres, libres de amarlo” porque Jesús nació, como los hombres nacen para demostrarnos que de un ser tan pequeño puede emerger Dios hecho hombre.
Dios, Padre Eterno
y Misericordioso que diste la vida
a tu creación y que enviaste
a tu Hijo para salvarnos
de la caída en el olvido de Ti
y en de tu Ley,
te pedimos que no nos olvides
y que, por piedad,
perdones nuestras ofensas
aunque nosotros no sepamos perdonar
las que nos hagan.
Y, Padre, como nació Cristo
que la Paz abunde
entre tu semejanza.
Amén.
Y nació Cristo Y fuimos, a partir de entonces, redimidos.
Eleuterio Fernández Guzmán
Publicado en Análisis Digital
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